Giro la llave en la cerradura y
entro en mi acogedora morada. En ese momento, la atmósfera parece cambiar. Me
aflojo el nudo de la corbata y por primera vez en el día puedo respirar. Son
las diez de la noche. Los trajes de Versace o de Giorgio Armani son elegantes,
pero también son grilletes corporales. Respiro de forma pausada repetidas veces
y por fin soy capaz de relajarme un poco. Mientras me despojo de mi prisión de 1500
euros, siento como una sensación de tranquilidad invade mi cuerpo. Ser un
hombre de éxito no es tan gratificante como parece.
Observo el reflejo de mi cuerpo
desnudo en el espejo y contemplo cómo el vigoroso torso de un hombre de mediana
edad no se corresponde con la cara surcada de arrugas que sirve de marco a unos
ojos descoloridos, carentes de luz vital. Suspiro mientras me dispongo a tomar
una última ducha. Me la daré fría. Quiero hacer trabajar a mi metabolismo,
sentirme vivo, que se erice el vello de toda mi piel.
Siento cómo se me hielan las
sienes y el bombear de la sangre por mis arterias meníngeas medias. Experimento
durante unos minutos que saboreo como si fuesen una eternidad, la sensación de
sumergirme en las frías aguas de algún mar norteño. Me mantengo bajo el agua
hasta que creo rozar la hipotermia. Tiritando, alcanzo mi albornoz, de Dolce
& Gabanna, por supuesto, y seco mi cuerpo, que ya había empezado a adquirir
un matiz amoratado. Pienso en qué haré a continuación. Recuerdo que hoy por la
calle pedí un cigarrillo. Nunca he fumado nada en mi vida, así que decidí que
hoy quería probarlo, esta noche debía ser especial. Pensé también en contratar
los servicios de una prostituta, pero finalmente decidí que quería pasar mis
últimas horas en absoluta soledad. Quería disfrutar de un momento íntimo a
solas conmigo mismo. Enciendo el cigarrillo y le doy una lenta y larga calada.
Toso. Sonrío ante lo absurdo que me parece. ¿Por qué hay tantísima gente
enganchada a esta mierda? Decido terminarlo de todos modos.
Me asomo a la ventana del salón
de mi elevado piso, donde solo comparto mi soledad con las palomas. Vivo en la
última planta del edificio más alto de la ciudad. Por algún motivo que no
alcanzo a comprender, a pesar de que siempre he tenido un vértigo atroz,
disfruto mucho observando el mundo desde aquí arriba. Supongo que el hecho de
tener un suelo firme bajo mis pies, me hace pasar por alto el miedo a las
alturas. Además, soy privilegiado por poder disfrutar del aire gélido, que se
cuela hasta mis entrañas. Lo considero uno de los mayores placeres de esta
vida. Así que respiro profundamente, tantas veces que pierdo la cuenta. De
cuando en cuando, doy una patética y lamentable calada. En cualquiera de estos
ataques de tos podría terminar feneciendo prematuramente.
Termino el cigarro y paseo por la
cálida estancia. No desearía estar en el pellejo de la asistenta cuando llegue
mañana y se encuentre el panorama. Quizás pueda parecer egoísta, pero con lo
que le pago, que se joda. Quizás sea también triste, acabar mis días desangrado
en el salón de mi lujosa casa, solo, sin nadie que me quiera, hasta el punto de
que sea la señora de la limpieza la que primero reciba la noticia de mi muerte
(y de qué manera). Y es que parece que hay personas que no se dan cuenta de que
el dinero no da la felicidad, y no se trata solo de una frase hecha, es una
verdad como un puño. En una existencia vacía como la mía, el dinero no hace más
que caer en un saco inmenso de soledad. Paradójicamente, tratándose de la
riqueza material, en la materialización de la felicidad no representa más que
volutas que se desvanecen en el aire. He consumido mi tiempo vital trazando mi
camino en un sentido completamente erróneo. Y ahora ya es tarde para mí. Me
encuentro en un callejón en el que la única salida es saltar al vacío. Metafóricamente,
claro. Como he explicado, sería incapaz de hacerlo de forma literal. Mientras
termino de cavilar, abro un cajón y extraigo un cuchillo que compró mi
asistenta en una convención de cocina. Tiene un filo que probablemente podría
partir un átomo en dos. Me pregunto por qué estoy compartiendo estas
reflexiones y con quién. Genial, a mis 37 años tengo demencia senil. Deposito
el cuchillo encima de una ostentosa mesa de mármol que adquirí en mi viaje a
Estambul, y decido servirme una copa de buen whisky escocés.
Tomo un vaso del armario y me
maravillo ante su preciosidad. Nunca había reparado en ella. Forma parte de una
selecta colección de seis vasos hechos de finos cristales de Swarovski, que me
regalaron cuando recibí mi primer ascenso en el trabajo. Eran buenos tiempos,
una época en la que creía ser feliz. Pero esa realidad era tan frágil como el
cristal que sostengo entre mis dedos. Estrello con fuerza el vaso contra la
pared. Ya solo quedan cinco. Por alguna razón, he sentido la necesidad de
hacerlo. Tomo un nuevo vaso y deposito en el tres hielos, ni más ni menos, tras
lo cual vierto una generosa cantidad de Chivas Regal de 18 años, para muchos,
yo entre ellos, el mejor whisky del mundo. Me pregunto quién se quedará con mi
preciada bodega al igual que con todas mis valiosas pertenencias, ya que nunca
he redactado un testamento y no tengo ninguna relación personal estrecha. Pero
esa duda solo dura un instante, porque lo cierto es que me importa bastante
poco. Quiero disfrutar el momento.
Me siento en mi cómodo y
aterciopelado sofá francés. Según me contaron cuando me hice con él, solo había
otros dos como aquél en todo el mundo. Jamás me creí ese bulo, pero tampoco me
importa demasiado si era cierto o no. Paladeo cada sorbo del delicioso néctar
que hay en mi copa de brillantes colores y por un instante pienso, mientras
sonrío socarronamente, que por semejante manjar merecería la pena seguir vivo.
El último trago es especialmente fuerte, haciéndome sentir un ligero
escalofrío, que se torna en sensación de satisfacción.
Terminada la copa, pienso que
nada más me queda por hacer. Me encamino hacia la mesa para recuperar el
cuchillo, pero me paro en seco. Creo que sería conveniente escribir una nota de
suicidio, por decoro al menos. Además, queda mucho más memorable, como de
película. Le da caché al asunto. Y como las cosas hay que hacerlas bien, la voy
a escribir utilizando una deliciosa pluma estilográfica Montblanc que
perteneció a mi bisabuelo y una tinta color carmesí, un obsequio que recibí en
mi visita a la embajada China. Me parece un color muy propio para la ocasión.
Redacto una nota breve pero intensa, con un cariz filosófico:
Con esta tinta del color del fluido vital, redacto
en estas líneas una funesta despedida. Solo espero abandonar este mundo con
etéreas alas resplandecientes a través del cortante filo que conduce a la
salvación. Escapar del abismo en el que mi alma se encuentra atrapada,
liberándola eternamente de sus restrictivas ataduras terrenales. Encontrar en
otro lugar, a donde quiera que vaya, la felicidad de la que me privé en este al
condenarme al ostracismo personal.
Fdo.: D. A. A
Cuando termino, siento una
indescriptible paz interior. Estoy preparado. La meto en el sobre dorado que
caracteriza a mi empresa y la deposito con suavidad en una mesita que hay en el
recibidor. Que por lo menos le sirva de advertencia a la pobre muchacha de lo
que se va a encontrar. Miro mi Rolex. Las 12:27. Es hora de empezar una nueva
vida.