viernes, 27 de enero de 2012

Nada y todo


Mentalmente más hecho una mierda que nunca, micrófono y lágrimas no combinan, me electrocutan.


Nunca había sido muy de mi agrado Sho Hai, pero escucharle cuando estás jodido en cierto modo te sube la moral. Sé que puede sonar algo estúpido, porque se basa en el manido precepto “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero ver que hay un tío tan pesimista te hace replantearte ciertas cosas. Así que cuando me puse a escucharlo más en serio, me di cuenta de que sus letras son increíbles. Sus canciones no te llaman la atención por lo “gordas” que suenen o por la buena base que tengan, pero el mensaje que transmiten en referencia a la vida es de gran dureza, plasma tal angustia que es imposible que deje indiferente a ninguna persona que se detenga a escucharlo un instante. Por ello admiro a este hombre, es capaz de transmitir unos sentimientos que no son fáciles de expresar, y eso le hace grande. Por eso, esta entrada es un homenaje al maestro Sho Hai.


Recupero la consciencia por el efecto de repetidos golpes en mi cara. Sin duda alguien estaba tratando de sacarme de mi trance. Y lo ha conseguido. Estoy completamente abotargado, tengo toda la cara dormida, la sensación es exactamente la misma que al salir del dentista, solo que en lugar de sabor a desagradables productos químicos, el sabor que inunda mi cavidad bucal es el de los más de 4 litros de cerveza que me acabo de beber sin vacilar y sin apenas darme cuenta. Probablemente eso es lo que ha provocado mi desmayo encima de esa sucia y cochambrosa barra de bar, que de hecho no me resulta nada familiar. Miro a mi alrededor, ¿dónde estoy? ¿Qué sitio es este? ¿Realmente me acabo de desmayar o llevo horas ahí tirado? De repente caigo en la cuenta de que hay una decena de miradas clavadas en mi persona, en primer lugar la del dueño del local, que es quien me ha reanimado a base de guantazo. Es el típico cincuentón, gordo, rozando la obesidad, y con una incipiente calva que apenas dejaba por piedad, tres pelos mal colocados sobre su cuero cabelludo. La expresión de su rostro refleja una mezcla de aversión y preocupación, aunque esa preocupación se debe al miedo a que caiga muerto en cualquier momento, porque no es agradable tener que recoger un cadáver del suelo de tu negocio. Temo que en cuanto sea capaz de tenerme en pie un solo segundo, me va a expulsar del lugar de una forma poco educada. ¿Cómo me he permitido llegar a esta situación? ¿Qué me llevó a embarcarme en un viaje sin retorno hacia el coma etílico, que por fortuna para mi persona, se vio interrumpido? Intento despegar los labios para pedir disculpas al hombre, que espera impaciente mi reacción, pero lo único que sale de mi maltrecha boca son balbuceos sin ningún sentido aparente. Recorro fugazmente con la mirada cada uno de los rincones de aquel tugurio en busca de alguna cara conocida. Evidentemente, no la encuentro, he venido solo a conciencia, quería enfrentarme cara a cara con mis problemas, aunque ahora dudo de que ese fuera el mejor método para hacerlo. Además, nunca se me ocurriría venir a un lugar así de lúgubre, destartalado y desangelado como aquel a pasar una agradable tarde con los colegas. Solo podría haber desembocado en una situación así si mi propósito fuese el de acabar con mi vida, o al menos, con el 90% de mis neuronas. Aunque no he conseguido exterminar tal cantidad, sí que debo haber perdido unas cuantas, porque efectivamente, no recuerdo absolutamente nada de las últimas horas. Cuántas son las horas que navegan en mi laguna del olvido es un misterio, pero son más de una y más de dos, eso seguro. No sin cierta dificultad, atino a mirar el reloj. Son las 5 de la mañana. Con razón el cabreo reflejado en la cara del hombrecillo es notable, hacía 1 hora que tendría que haber cerrado y se podría haber largado a su casa, pero ahí estaba yo, un objeto inerte al que seguramente hubiese dejado tirado sin problemas y se habría largado, pero cuando me desmayé debió armarse bastante barullo, por lo que no le habría sido fácil convencer a los testigos de que la mejor opción era dejarme morir. Alguien debió llamar a la ambulancia, a la policía e incluso a los bomberos, porque todas las miradas que había notado que estaban clavadas en mí, pertenecen a personal de emergencia, que observan la escena con cierta parsimonia. No sé en qué momento habrán llegado, pero posiblemente habían presenciado la somanta de bofetadas que me había propinado el amable dueño del bar. ¿Por qué le habían dejado? ¿Era así como procedía ahora el personal sanitario? El intento de reconstruir los hechos recientes me ha costado una jaqueca monumental, y ahora siento como si me fuese a explotar la cabeza. Si el buen hombre rechoncho del bar fuese consciente de que posiblemente estaba a punto de esparcir mis sesos por su local, probablemente no seguiría “manteniendo la calma”, si se podía llamar así a la mirada de hostilidad que me seguía dedicando. Es más, si hubiese sabido la que le esperaba conmigo, jamás me hubiese dejado pisar su establecimiento. Pero ahí estaba yo, mostrando una patética imagen de mi persona, que antaño fue reconocida y respetada por esta sociedad con valores de dudosa honestidad. Pero eso se acabó. Poco a poco empiezo a recordar. ¿Sería eso lo que me había llevado hasta ahí, la ruina en la que se había convertido mi vida? ¿O había sucedido algo en las últimas horas que había funcionado como detonante de la bomba de relojería? Un recuerdo se va abriendo paso en la densa neblina que se había asentado en mi cabeza. No es un recuerdo bonito. De hecho es un recuerdo espantoso que hace que me estremezca. Mis ojos se abren de repente como platos, lo que debe ser advertido por todos los presentes, porque reaccionan con exclamaciones de asombro. Empiezo a gritar cosas incomprensibles para cualquier persona humana. Tengo los ojos inyectados en sangre y la mirada perdida, que, acompañada de una expresión de terror absoluto en mi rostro provocaría escalofríos en el más valiente bravucón. En un alarde de locura, agarro una de las botellas de las que había estado bebiendo desenfrenadamente escasas horas antes, y con una fuerza no propia de un hombre de mi complexión, la estrello contra mi cabeza, haciendo que estalle en mil pedazos. Quizás debería haberlo hecho desde el principio, y habría ahorrado esa escena tan lamentable. Al final parece que el simpático señor, sí tendrá un cadáver que recoger.


lunes, 23 de enero de 2012

Amor

Solo con mirarte ya te intuyo, es de estar sin ti de lo que huyo.

Recibo en mis fosas nasales el penetrante olor de su perfume acaramelado, que es arrastrado por el incesante viento. Se ha ido. Las sábanas de mi cama guardan recuerdo de su efímera presencia, una presencia dulce pero al mismo tiempo insípida, debido a la brevedad de la misma. Apenas han transcurrido unas horas desde aquel mágico momento que rozaba el misticismo. Pero se ha ido. Trato de poner en orden mis pensamientos mientras voy reconstruyendo en mi cabeza la secuencia de acontecimientos de tan maravillosa noche. Es temprano, apenas las 6 de la mañana. Pero se ha ido. ¿Qué ha sido de aquellas sensaciones extasiantes que provocaron en mí un estado de embriaguez inducida en el que la felicidad más absoluta semejaba ser un consuelo de desdichados? Se han ido. Desde el mismo instante en el que mi piel rozó sus delicadas facciones, fui consciente de la fuerza de la naturaleza que se apoderaba de mi ser y que embotaba todos mis sentidos. La amo. Con todas mis fuerzas, aunque cualquier persona cabal diría que mi locura no conoce límites, pues se trata de una absoluta desconocida, y que mis desvaríos son de unas dimensiones cuanto menos, esperpénticas. Pero se ha ido. Mi desolación es cercana al infinito, ¿la volveré a ver alguna vez? Si es así, ¿cuándo se dará esa circunstancia? ¿Cómo ha conseguido esa mujer atraparme en las finas redes de su embrujo, de las que no hay escapatoria posible y en las que quedaré confinado hasta el fin de mis días? Todas son preguntas de las que no soy ni seré nunca capaz de obtener las respuestas, ya que solo ella tiene la llave del baúl en el que estas se encuentran. Pero se ha ido. ¿Acaso ha huido en busca de los cálidos abrazos de otro ser susurrante que agasaja con palabrería barata? ¿Qué he de hacer para lograr secuestrar su amor perdido y mantenerlo recluso en mi corazón? ¿Cuál es el secreto para dar muerte a mi interminable soledad, y sepultarla bajo la pesada losa del olvido? ¿Cuál es el precio a pagar para tener derecho a amar y a ser amado?

martes, 17 de enero de 2012

Provechoso día

Creo que a partir de ahora, si no en todas las entradas, en muchas pondré al principio una frase que me mole. Ahí va la de hoy:

                Que armarse de valor es el mejor escudo para hacerse fuerte.

Despierto sobresaltado con el ruido de un portazo. Miro a mi alrededor aún desconcertado y con los ojos anegados en legañas. Empiezo a situarme, pero tardo unos segundos en darme cuenta de que estoy en mi cama, en mi habitación, en mi casa. Unos pocos segundos más transcurridos me bastan para caer en la cuenta de que me encuentro solo, la casa está vacía a excepción de mi persona, por lo que el portazo ha debido ser fortuito, seguramente provocado por la corriente de viento, ya que las ventanas de la habitación están abiertas de par en par. ¿Qué carajo hacen las ventanas abiertas en pleno mes de febrero? Estoy tiritando. Me apresuro a cerrarlas. Todos los habitantes de la vivienda tenían hoy cosas que hacer, e iban a estar fuera todo el día. Todos menos yo. ¿Qué hora era? Miro el reloj. Marca las 12:32. Parece que me he pasado un rato más de la cuenta entre los brazos de Morfeo. Me visto sin ser aún muy consciente de mis actos. La casa es grande, y la quietud y el silencio provocados por la ausencia de personas me producen escalofríos. Otro portazo al final del pasillo provoca que el corazón me dé un vuelco. Decido cómo aprovechar mi tiempo mientras me tomo un café con rosquillas y miro fijamente a la pared de la cocina con una expresión vacía en el rostro. Me doy cuenta de mi ensimismamiento y salgo de él. Debería hacer algo provechoso, pero ¿qué? Me rasco la cabeza pensativo y miro al fondo de la taza de café. Es increíble lo bien que refleja. Debería afeitarme, la barba empieza a ser impresentable. Se me ocurre una idea: saldré a la calle y cogeré el primer autobús que vea, de la línea que sea, y veremos dónde me lleva. Seguro que podría salir algo interesante de ese “viaje”. La sola idea de tener que bajar a la calle produce en mí una pereza inmensa. Optaría por encender la televisión, pero la basura que echan cada vez es más despreciable y tengo un cierto aprecio a mis neuronas como para asesinarlas a todas de un plumazo. Decido que lo mejor que puedo hacer en este momento es asomarme a la ventana para pensar. Eso siempre me relaja mucho, es una de mis actividades caseras favoritas. Me asomo y respiro un gélido aire invernal que inunda mis pulmones y me llena de vida. Es una muy buena sensación. Sin embargo, hace más frío del que yo creía para pasar ahí demasiado rato, así que después de disfrutar durante un breve periodo de la brisa externa, me vuelvo a enclaustrar en mi jaula de paredes de gotelé. Cada vez tengo menos ideas sobre lo que hacer con mi vida en este día que parece pensado para ser desperdiciado, hora tras hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo. Hace ya una hora que me levanté y sigo sin saber qué hacer. No llegará nadie a casa hasta ya entrada la tarde. Me desvisto y me vuelvo a meter en la cama con una sonrisa dibujada en los labios.

lunes, 16 de enero de 2012

Una mirada


Una mirada no dice nada, y al mismo tiempo, lo dice todo.

Escucho a Xhelazz en el reproductor de música de mi móvil mientras espero en la parada del autobús. Los cascos son un absoluto despropósito, y me hacen daño en la oreja, pero es un mal necesario. Escuchar las cosas que dice ese gran filósofo de Zaragoza siempre me hace reflexionar sobre la vida. Miro a la gente que hay a mi alrededor. En la parada, una pareja de ancianos despotrica contra el servicio de transporte público, alegando que son una vergüenza los tiempos de espera que tiene esa línea de autobús. Reflexiono sobre el sentido de la frase. No puedo más que estar completamente de acuerdo con ellos, a mí también me empieza a cansar esta situación, máxime cuando voy con prisa, ya que llego tarde a clase. Pero como no puedo hacer nada más que esperar, pues es lo que hago, esperar. Sigo mirando a mi alrededor. Padres llevando a sus hijos al colegio, personal del servicio de limpieza de la comunidad patrullando mientras desempeñan su labor con eficacia. Siempre fui muy empático, y no soporto cuando la gente tira algo al suelo sin pararse a pensar que habrá otra persona que lo tendrá que recoger porque el esfuerzo de alcanzar una papelera es demasiado grande. Son cosas que me exacerban hasta un punto que seguramente se salga de la lógica, pero la verdad es que en algunos aspectos, mi vida nunca ha sido muy lógica. Reflexiono sobre el sentido de la frase: “Una mirada, no dice nada, y al mismo tiempo, lo dice todo”. ¿Qué querrá decir con ello? Pienso más de la cuenta en ello, cuando posiblemente, no tenga ningún significado descifrable. Quizás ese sea mi mayor problema, que pienso demasiado en las cosas. A veces debería dejarme llevar más por el viento sin pararme a pensar en las consecuencias de mis actos… no sé, de nuevo estoy pensando demasiado.

…“Por eso estoy cosiendo esperanzas para el invierno”…

Se acerca el final de la canción y aún no he llegado a ninguna conclusión. Hay que ver lo que da de sí una espera en la parada del autobús, he empezado escuchando un buen tema de Xhelazz y he acabado replanteándome mi existencia. No he llegado a ninguna conclusión útil, pero da lo mismo, porque ya llega el autobús.

                …”me duele admitirlo, pero quiero llenar el vacío de quien tiene algo que decir y no puede decirlo”.

Termina la canción y me preparo para la siguiente, que esperemos sea igual de buena o mejor, aunque está complicado. Tomo asiento en el autobús y me encamino hacia mi destino.

jueves, 5 de enero de 2012

Desdicha y soledad

De un portazo dejo fuera de mi habitáculo los problemas. Tratan de entrar con fuerza, pero he puesto el cerrojo. Permanezco inmóvil durante un tiempo que se antoja eterno pero que no debe de sobrepasar los cinco segundos de tiempo real. Pasado ese tiempo me derrumbo. Parece ser que no he conseguido aislarme de los problemas, porque se han asentado en el interior de mi pecho. Se aferran con ahínco. Siento cómo un torrente de lágrimas saladas afloran por mis lacrimales y descienden huidizas por mis mejillas. Últimamente mi vida ha estado sometida a un continuo e intenso estrés, y la bomba de relojería acaba de detonar. Me dejo caer sobre la cama, que aguanta mi peso sin emitir quejido alguno. Me siento muy desdichado. Me inundo del bullicioso silencio que invade la estancia. Parece un contrasentido el término “bullicioso silencio”, parecen dos conceptos incompatibles, pero sin embargo no lo son. A pesar de la total quietud del cuarto, en mi cabeza las conexiones neuronales no descansan ni un instante, los potenciales eléctricos no son capaces de permanecer en reposo, descansando, sino que provocan que pasen por mi mente millones de sentimientos diferentes simultáneamente. Me doy la vuelta y me quedo unos segundos con la mirada perdida en algún punto del techo. Los sinsabores de la vida provocan que ya no tenga ningún interés por seguir viviéndola. No tengo ningún aliciente para prolongar mi agonía. Lanzo un fugaz vistazo a la ventana, aunque retiro rápidamente la mirada, como invadido por un extraño sentimiento de culpabilidad. ¿Realmente sería capaz de hacerlo? ¿Podría abrir la ventana, saltar al vacío, y acabar con mi eterna agonía? Seguramente no. Aunque tenga motivos suficientes para hacerlo, siempre he tenido un tremendo miedo a las alturas. Hay otro asunto que me inquieta: si finalmente lo hiciese, ¿realmente le importaría a alguien? ¿Derramaría alguien una lágrima por mi pérdida? Seguramente tampoco. Miles de preguntas de esta índole asaltan mi conciencia, que no da abasto, demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas incógnitas acerca de mi insípida existencia que necesito resolver para hallar una paz interior, o para terminar de declarar la guerra a mis sentidos. Pienso por un momento en el cerrojo. Es un simple trozo de metal, pero simboliza mi aislamiento con respecto al resto del mundo, me permite tomarme un respiro antes de volver a afrontar la realidad, que es tremendamente devastadora. Fuera, en la calle, llueve con tal fuerza que por un momento pienso que las gotas de lluvia van a agujerear el cristal de la ventana. Pero el repiqueteo de las gotas de lluvia provoca en mí un estado de gran relajación, siempre lo ha hecho, y ahora mismo era lo que necesitaba para poder calmarme y poner en orden mis confusos pensamientos. Poco a poco consigo desenredar la maraña caótica de sentimientos, que al igual que las gotas en el cristal, golpeaban mi cabeza sin tregua. Sonrío. Esta vez he vencido al desasosiego, pero ¿quién sabe si en alguna de estas ocasiones al fin conseguirá alcanzar su meta y poner fin a mi vida? Otra pregunta más sin resolver. Seguiré luchando aunque cada vez tenga menos fuerzas para hacerlo, y llegado el momento, quizás no me quede otra alternativa que someterme al fatal destino.