Mentalmente más hecho una mierda que nunca, micrófono y lágrimas no combinan, me electrocutan.
Nunca había sido muy de mi agrado Sho Hai, pero escucharle cuando estás jodido en cierto modo te sube la moral. Sé que puede sonar algo estúpido, porque se basa en el manido precepto “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero ver que hay un tío tan pesimista te hace replantearte ciertas cosas. Así que cuando me puse a escucharlo más en serio, me di cuenta de que sus letras son increíbles. Sus canciones no te llaman la atención por lo “gordas” que suenen o por la buena base que tengan, pero el mensaje que transmiten en referencia a la vida es de gran dureza, plasma tal angustia que es imposible que deje indiferente a ninguna persona que se detenga a escucharlo un instante. Por ello admiro a este hombre, es capaz de transmitir unos sentimientos que no son fáciles de expresar, y eso le hace grande. Por eso, esta entrada es un homenaje al maestro Sho Hai.
Recupero la consciencia por el efecto de repetidos golpes en mi cara. Sin duda alguien estaba tratando de sacarme de mi trance. Y lo ha conseguido. Estoy completamente abotargado, tengo toda la cara dormida, la sensación es exactamente la misma que al salir del dentista, solo que en lugar de sabor a desagradables productos químicos, el sabor que inunda mi cavidad bucal es el de los más de 4 litros de cerveza que me acabo de beber sin vacilar y sin apenas darme cuenta. Probablemente eso es lo que ha provocado mi desmayo encima de esa sucia y cochambrosa barra de bar, que de hecho no me resulta nada familiar. Miro a mi alrededor, ¿dónde estoy? ¿Qué sitio es este? ¿Realmente me acabo de desmayar o llevo horas ahí tirado? De repente caigo en la cuenta de que hay una decena de miradas clavadas en mi persona, en primer lugar la del dueño del local, que es quien me ha reanimado a base de guantazo. Es el típico cincuentón, gordo, rozando la obesidad, y con una incipiente calva que apenas dejaba por piedad, tres pelos mal colocados sobre su cuero cabelludo. La expresión de su rostro refleja una mezcla de aversión y preocupación, aunque esa preocupación se debe al miedo a que caiga muerto en cualquier momento, porque no es agradable tener que recoger un cadáver del suelo de tu negocio. Temo que en cuanto sea capaz de tenerme en pie un solo segundo, me va a expulsar del lugar de una forma poco educada. ¿Cómo me he permitido llegar a esta situación? ¿Qué me llevó a embarcarme en un viaje sin retorno hacia el coma etílico, que por fortuna para mi persona, se vio interrumpido? Intento despegar los labios para pedir disculpas al hombre, que espera impaciente mi reacción, pero lo único que sale de mi maltrecha boca son balbuceos sin ningún sentido aparente. Recorro fugazmente con la mirada cada uno de los rincones de aquel tugurio en busca de alguna cara conocida. Evidentemente, no la encuentro, he venido solo a conciencia, quería enfrentarme cara a cara con mis problemas, aunque ahora dudo de que ese fuera el mejor método para hacerlo. Además, nunca se me ocurriría venir a un lugar así de lúgubre, destartalado y desangelado como aquel a pasar una agradable tarde con los colegas. Solo podría haber desembocado en una situación así si mi propósito fuese el de acabar con mi vida, o al menos, con el 90% de mis neuronas. Aunque no he conseguido exterminar tal cantidad, sí que debo haber perdido unas cuantas, porque efectivamente, no recuerdo absolutamente nada de las últimas horas. Cuántas son las horas que navegan en mi laguna del olvido es un misterio, pero son más de una y más de dos, eso seguro. No sin cierta dificultad, atino a mirar el reloj. Son las 5 de la mañana. Con razón el cabreo reflejado en la cara del hombrecillo es notable, hacía 1 hora que tendría que haber cerrado y se podría haber largado a su casa, pero ahí estaba yo, un objeto inerte al que seguramente hubiese dejado tirado sin problemas y se habría largado, pero cuando me desmayé debió armarse bastante barullo, por lo que no le habría sido fácil convencer a los testigos de que la mejor opción era dejarme morir. Alguien debió llamar a la ambulancia, a la policía e incluso a los bomberos, porque todas las miradas que había notado que estaban clavadas en mí, pertenecen a personal de emergencia, que observan la escena con cierta parsimonia. No sé en qué momento habrán llegado, pero posiblemente habían presenciado la somanta de bofetadas que me había propinado el amable dueño del bar. ¿Por qué le habían dejado? ¿Era así como procedía ahora el personal sanitario? El intento de reconstruir los hechos recientes me ha costado una jaqueca monumental, y ahora siento como si me fuese a explotar la cabeza. Si el buen hombre rechoncho del bar fuese consciente de que posiblemente estaba a punto de esparcir mis sesos por su local, probablemente no seguiría “manteniendo la calma”, si se podía llamar así a la mirada de hostilidad que me seguía dedicando. Es más, si hubiese sabido la que le esperaba conmigo, jamás me hubiese dejado pisar su establecimiento. Pero ahí estaba yo, mostrando una patética imagen de mi persona, que antaño fue reconocida y respetada por esta sociedad con valores de dudosa honestidad. Pero eso se acabó. Poco a poco empiezo a recordar. ¿Sería eso lo que me había llevado hasta ahí, la ruina en la que se había convertido mi vida? ¿O había sucedido algo en las últimas horas que había funcionado como detonante de la bomba de relojería? Un recuerdo se va abriendo paso en la densa neblina que se había asentado en mi cabeza. No es un recuerdo bonito. De hecho es un recuerdo espantoso que hace que me estremezca. Mis ojos se abren de repente como platos, lo que debe ser advertido por todos los presentes, porque reaccionan con exclamaciones de asombro. Empiezo a gritar cosas incomprensibles para cualquier persona humana. Tengo los ojos inyectados en sangre y la mirada perdida, que, acompañada de una expresión de terror absoluto en mi rostro provocaría escalofríos en el más valiente bravucón. En un alarde de locura, agarro una de las botellas de las que había estado bebiendo desenfrenadamente escasas horas antes, y con una fuerza no propia de un hombre de mi complexión, la estrello contra mi cabeza, haciendo que estalle en mil pedazos. Quizás debería haberlo hecho desde el principio, y habría ahorrado esa escena tan lamentable. Al final parece que el simpático señor, sí tendrá un cadáver que recoger.