lunes, 24 de junio de 2013

El tren

                Hay un tren, pasa una vez, ¿qué creen?

La estación está repleta de gente. Me cuesta abrirme paso entre la multitud, lo que me obliga a moverme con cierta brusquedad, levantando en algunas personas exclamaciones recriminatorias. No puedo parar a disculparme, tengo que llegar como sea. La monótona voz de megafonía anuncia que la cuenta atrás para la salida del tren está llegando a su fin. Me empiezo a poner nervioso, y los movimientos bruscos dan paso a verdaderos empujones mientras una gota de sudor resbala por mi frente y mi corazón empieza a latir a una velocidad desmesurada. No voy a llegar, es lo que no para de repetir mi mente una y otra vez. Siempre fui muy derrotista, pero también es verdad que siempre con la convicción de tener motivos fundados para serlo. Esta vez el motivo es evidente. La fórmula matemática que relaciona la distancia a mi destino, el tiempo de salida del tren y la densidad poblacional en esta abarrotada estación se resuelve con un resultado negativo. Mi elevada estatura me permite divisar a lo lejos cómo los últimos pasajeros embarcan en los distintos vagones. Maldita sea, mi destino es el último vagón, y ni siquiera he conseguido acceder aún al andén. Un guardia de seguridad me llama la atención. Miro con el rabillo del ojo y descubro a varias personas denunciando mi comportamiento al señor agente. Escoria egoísta. Hace años que perdí la fe en el ser humano por cosas como ésta. ¿Por qué la gente es tan putamente poco empática? Ignoro los alaridos del hombre, seguramente me meta en problemas por ello, pero en esta vida hay prioridades. Por fin, llego a una zona en la que la concentración de personas disminuye, y me puedo permitir el lujo de echar a correr. Aún tengo que realizar una carrera de obstáculos, por supuesto, y algún viandante se lleva un recuerdo de mi hombro. Bajo unas escaleras que se me antojan infinitas y enfilo el dichoso andén, justo cuando la última persona (cuyo aspecto por cierto, por algún motivo me da muy mala espina) se introduce en el viejo tren. Con mi mente funcionando a toda prisa, reparo en lo fantasmagórico que resulta el vehículo en cuestión. Debe de tener por lo menos 50 años. Mientras ando sumido en ese pensamiento, algo hace que ralentice mi carrera hasta casi frenarme. El cuarto vagón está absolutamente destrozado. Apenas se puede distinguir un esqueleto metálico de lo que algún día fue un compartimento, y que da la impresión de haber sido devorado por las llamas. Me quedo atónito. Por alguna razón, de repente me acuerdo del guardia que me perseguía, ya que llevaba un rato parado y me podría haber dado alcance. Ya no está. No hay nadie en el andén. Solo estamos el decrépito tren y yo, mientras un incipiente escalofrío comienza a recorrer mi espina dorsal. Lentamente, me vuelvo a girar hacia el desastrado vagón porque algo me alerta. Lo que veo ahora en su interior me deja de piedra. Cadáveres. Cuerpos humanos carbonizados hasta la imposibilidad de reconocer cualquier atisbo de un rasgo facial. Me encuentro absolutamente paralizado. ¿Qué cojones está sucediendo aquí? Algo me dice que aunque me dirija a la salida no podré salir de aquí. Intento recordar qué hago en este desangelado andén, cómo he venido a parar aquí. Solo recuerdo que tenía mucha prisa por llegar porque tenía que ir… al último vagón. Despacio, avanzo hacia el final de la vía. A cada paso que doy, me siento más cerca de la muerte. Desconozco lo que está pasando en este sitio pero no parece tener ninguna lógica. Me muevo por instinto, ya que mi raciocinio ha quedado en estado de shock. Conforme me acerco a mi destino, mi estado de alarma aumenta exponencialmente. Me siento como en esas películas de terror en las que sabes que el personaje va a morir porque la escena va acompañada de una música inquietante que marca el ritmo de los acontecimientos y anuncia el fatídico final de forma estridente. Pero aun así, no soy capaz de alejarme, me hallo en una especie de estado de hipnosis. Un paso, otro paso, apenas quedan unos metros para llegar y vislumbro una luz de un tono  verdoso que proviene de una de las ventanas de ese último compartimento. Me posiciono frente a la puerta, y esta se agita violentamente. Acciono el mecanismo de apertura como aquel que es consciente de que está a punto de abrir entrada al averno. Ojalá lo que encontré tras aquella oxidada puerta hubiese sido el bueno de Cerbero.