Hay un tren, pasa una vez, ¿qué creen?
La estación está repleta de
gente. Me cuesta abrirme paso entre la multitud, lo que me obliga a moverme con
cierta brusquedad, levantando en algunas personas exclamaciones
recriminatorias. No puedo parar a disculparme, tengo que llegar como sea. La
monótona voz de megafonía anuncia que la cuenta atrás para la salida del tren
está llegando a su fin. Me empiezo a poner nervioso, y los movimientos bruscos
dan paso a verdaderos empujones mientras una gota de sudor resbala por mi
frente y mi corazón empieza a latir a una velocidad desmesurada. No voy a llegar, es lo que no para de
repetir mi mente una y otra vez. Siempre fui muy derrotista, pero también es
verdad que siempre con la convicción de tener motivos fundados para serlo. Esta
vez el motivo es evidente. La fórmula matemática que relaciona la distancia a
mi destino, el tiempo de salida del tren y la densidad poblacional en esta
abarrotada estación se resuelve con un resultado negativo. Mi elevada estatura
me permite divisar a lo lejos cómo los últimos pasajeros embarcan en los
distintos vagones. Maldita sea, mi destino es el último vagón, y ni siquiera he
conseguido acceder aún al andén. Un guardia de seguridad me llama la atención.
Miro con el rabillo del ojo y descubro a varias personas denunciando mi
comportamiento al señor agente. Escoria egoísta. Hace años que perdí la fe en
el ser humano por cosas como ésta. ¿Por qué la gente es tan putamente poco
empática? Ignoro los alaridos del hombre, seguramente me meta en problemas por
ello, pero en esta vida hay prioridades. Por fin, llego a una zona en la que la
concentración de personas disminuye, y me puedo permitir el lujo de echar a correr.
Aún tengo que realizar una carrera de obstáculos, por supuesto, y algún
viandante se lleva un recuerdo de mi hombro. Bajo unas escaleras que se me
antojan infinitas y enfilo el dichoso andén, justo cuando la última persona (cuyo
aspecto por cierto, por algún motivo me da muy mala espina) se introduce en el
viejo tren. Con mi mente funcionando a toda prisa, reparo en lo fantasmagórico
que resulta el vehículo en cuestión. Debe de tener por lo menos 50 años.
Mientras ando sumido en ese pensamiento, algo hace que ralentice mi carrera hasta
casi frenarme. El cuarto vagón está absolutamente destrozado. Apenas se puede
distinguir un esqueleto metálico de lo que algún día fue un compartimento, y
que da la impresión de haber sido devorado por las llamas. Me quedo atónito.
Por alguna razón, de repente me acuerdo del guardia que me perseguía, ya que llevaba
un rato parado y me podría haber dado alcance. Ya no está. No hay nadie en el
andén. Solo estamos el decrépito tren y yo, mientras un incipiente escalofrío
comienza a recorrer mi espina dorsal. Lentamente, me vuelvo a girar hacia el
desastrado vagón porque algo me alerta. Lo que veo ahora en su interior me deja
de piedra. Cadáveres. Cuerpos humanos carbonizados hasta la imposibilidad de
reconocer cualquier atisbo de un rasgo facial. Me encuentro absolutamente paralizado.
¿Qué cojones está sucediendo aquí? Algo me dice que aunque me dirija a la
salida no podré salir de aquí. Intento recordar qué hago en este desangelado
andén, cómo he venido a parar aquí. Solo recuerdo que tenía mucha prisa por
llegar porque tenía que ir… al último vagón. Despacio, avanzo hacia el final de
la vía. A cada paso que doy, me siento más cerca de la muerte. Desconozco lo
que está pasando en este sitio pero no parece tener ninguna lógica. Me muevo
por instinto, ya que mi raciocinio ha quedado en estado de shock. Conforme me
acerco a mi destino, mi estado de alarma aumenta exponencialmente. Me siento
como en esas películas de terror en las que sabes que el personaje va a morir
porque la escena va acompañada de una música inquietante que marca el ritmo de
los acontecimientos y anuncia el fatídico final de forma estridente. Pero aun
así, no soy capaz de alejarme, me hallo en una especie de estado de hipnosis. Un
paso, otro paso, apenas quedan unos metros para llegar y vislumbro una luz de
un tono verdoso que proviene de una de
las ventanas de ese último compartimento. Me posiciono frente a la puerta, y
esta se agita violentamente. Acciono el mecanismo de apertura como aquel que es
consciente de que está a punto de abrir entrada al averno. Ojalá lo que
encontré tras aquella oxidada puerta hubiese sido el bueno de Cerbero.