Imaginad un gato estúpida e incondicionalmente hipnotizado con una
pelota. Ahora sustituid al gato por el pueblo español. Aplaudid.
El taxi rodea el estadio, no sin
grandes dificultades, puesto que la muchedumbre abarrota los aledaños, y no
cabe un maldito alfiler. Y por supuesto, la calzada está infestada. No es para
menos. Es la final de la Eurocopa de Naciones, y los nervios están a flor de
piel. Miles de aficionados al fútbol, italianos y españoles se agolpan cuales
buitres carroñeros mientras esperan a que abran las puertas. Aún queda un rato
largo para el inicio del partido, pero aun así, la gente no ha querido perder
ni un minuto. Estoy convencido de que hay gente que debe de llevar dos días
plantada en la puerta, como en esos conciertos multitudinarios de Justin
Bieber. Un escalofrío me recorre la espalda. Es todo bastante repulsivo. Hay
que joderse, cómo funciona la masa, el 90% de la gente está completamente
aborregada, parece un ejército de zombies. Yo me considero un aficionado al
buen fútbol, pero me parece que el halo de sectarismo que lo rodea es
repugnante y demencial. El taxista no para de hablar emocionado del partido, a
pesar de que es ucraniano y se la debería repampinflar. Chapurrea un
pseudoinglés que no soy capaz de entender, aunque transmite de forma bastante
clara su expectación. En cierto modo era normal, probablemente la modesta
capital de Kiev no había vivido un ambiente así en muchísimo tiempo. Las calles
se habían convertido en una fiesta “azzurra” y roja, era una ciudad viva. Yo no
iba a ver el partido en el estadio, ni mucho menos. Iría a un bar a verlo con
unos amigos. Residía en Kiev desde hacía unos meses, por temas de estudios.
Había hecho algunos amigos españoles allí, que se encontraban en la ciudad por
motivos de la misma índole que los míos, así que habíamos quedado para
disfrutar del partido tomando unas cervezas. Sin embargo, ese maldito taxi
parecía que no iba a conseguir jamás pasar por esa calle. “Ojalá pudiera volar”,
pensé. En un momento dado, me harté y le dije al bonachón taxista que me
bajaría e iría andando. Le pagué lo correspondiente al camino recorrido, y enfilé
calle abajo, con la esperanza de no perderme. La calle estaba
irreconociblemente bulliciosa. Me tenía que abrir paso con las manos, porque no
había manera. En un momento dado, llegó a mis oídos un sonido tenue, casi
imperceptible, pero no para una persona con mis capacidades sensoriales. Un
maullido. Lastimero. Busqué la fuente de tan inquietante sonido, y cuando ya me
encontraba apunto de desistir y continuar mi camino, la encontré: una pequeña y
adorable bola de pelo se hallaba agazapada contra la esquina de aquel
destartalado callejón. Me acerqué con cautela, pero cuando me situaba a una
distancia suficientemente cercana, el felino, sin previo aviso, me propinó un
fugaz zarpazo. Me fijé bien. Se trataba de una gata, era hembra aquel ser
gatuno. “Pequeña pero matona, pensé”. Hice un par de intentos más de aproximación,
con igual resultado. Si soy sincero, me sentía un tanto contrariado, puesto que
no hacía más que soltarme zarpazos a diestro y siniestro, pero me daba la
impresión de que lo hacía con una expresión burlona en la cara, una expresión
similar a esto “:3”. Parecía una perfecta representación gatuna del sarcasmo.
Me cayó bien al instante. Había algo en su mirada desafiante que me hacía
pensar que nos podríamos llevar bien. Muy bien, de hecho. Y no me equivocaba. Han
pasado 139 días de aquello, y creo que no pude tomar una mejor decisión que
haber rebuscado hasta el hastío en aquel bullicioso callejón. España ganó 4-0
aquel partido y se hizo con el trofeo, pero yo gané mucho más. Miaow.