Me sigo suicidando lentamente al
sumergirme en las lagunas de ebriedad que me proporciona esta botella vacía.
¿Para qué asomarme a la ventana, si sé que el vértigo me impedirá saltar? ¿De
qué sirve buscar con ahínco la felicidad sabiendo que mis demonios la esconden
con esmero? Paradójicamente siempre fui yo el que jugaba al escondite. Me
escondía de todo y de todos. Me escondía porque tenía miedo. Me escondía hasta
que llegaste tú. Creía que nadie jamás encontraría las raíces repletas de cicatrices de aquel
abandonado árbol lejos de la muchedumbre, donde me había enterrado. Era un
lugar perdido, pero me sacaste de ahí. Yo me dejé sacar porque tu calor es el único que no me repele. Me dejaste desnudo ante ti, vulnerable, grabándome
ese instante a fuego en el pecho. Memorizaste primero mi alma, y luego mi cuerpo,
deteniéndote en tus puntos estratégicos favoritos. Para luego desvanecerte. No fue real. ¿Qué
buscabas entonces? Y, en cualquier caso, ¿ahora qué? ¿Debería volver a
enterrarme? ¿Y si ya no sé hacerlo? ¿Y si me has limado las garras de sepultar cosas, como si fuese un perro agresivo?
Me he vuelto a esconder. Aunque sé que tú sabes dónde encontrarme. Solo
tú. Porque eres capaz de sonsacármelo solo con mirarme a los ojos. Permaneceré
ahí abajo hasta que vuelvas a buscarme, como si fuese tu tesoro oculto.
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